En primera persona: Mi marido tiene otra familia

En primera persona: Mi marido tiene otra familia

Casada y con tres hijos, Laura tenía la vida soñada. Mauro viajaba mucho por trabajo, ¡y así la pareja se salvaba de la espantosa rutina! Hasta que un día se animó a indagar, y descubrió su gran secreto.

27/02/2018 03:14

“Soy una paloma viajera, pero siempre vuelvo”, me dijo Mauro cuando nos conocimos. Veinte años más tarde, me di cuenta de que jamás debería haber aceptado esa forma de vida.

Tenemos tres hijos de 7, 12 y 15 años: una familia soñada. Eso pensaba hasta que confirmé que él llevaba una doble vida. Tenía un segundo hogar en Rosario, adonde iba una vez al mes. Decía que viajaba porque tenía clientes con los que necesitaba reunirse, vinculados con su especialización en agronegocios.

Mis amigas siempre habían encontrado extraño que soportara esta pareja “part-time”. Era una convivencia a medias. Así había sido siempre el trabajo de Mauro y yo me había adaptado. Tanto que cuando volvía a casa a veces me costaba que interviniera en la vida doméstica. Me llevaba unos días lograr la armonía, pero después todo se encaminaba.

Un día, me anunció que iba a quedarse tres semanas al mes en Rosario. Me pareció extraño, no eran claros sus argumentos. Así que hice lo que me prohibí durante años: entré en su laptop. Revisé carpetas, historial… En sus fotos encontré capturas de su celular. Ahí estábamos nosotros, en la comunión de mi sobrino. Bajé el cursor y enseguida aparecieron otras… Había una mujer, siempre la misma, con un chiquito. En algunas, Mauro estaba con ellos. Que hubiera un nene, al principio, me tranquilizó. ¿Sería la familia de algún cliente? Entré a su mail. Nada especial, puros correos de los clientes. Pero detecté un remitente: Natalia (asunto: Consulta). Se escribían desde hacía unos tres años. El corazón me saltaba por la boca.

Abrí uno de esos mensajes y no pude creer lo que leía. Hablaban de un resfrío de Ramiro, del paseo que planeaban hacer, de la cuenta de luz, de un caño roto de la casa que había que arreglar. Cuestiones cotidianas en un tono cómplice, romántico. Estaba confundida. Sentí arcadas y corrí al baño a vomitar. Al ver las fotos de esa familia supe que Mauro era parte de ella. No podía admitirlo. Seguí como si nada. Era como si hubiese estado a oscuras durante muchísimo tiempo y alguien, de pronto, prendía la luz.

En una oportunidad, nuestro hijo mayor le rogó a su papá que lo llevara a Rosario. “Sí, por supuesto”, le respondió. Sugerí organizar un viaje en familia. Mauro pensó que la idea era buena. Aunque después nos sorprendió con pasajes para las Cataratas. “Apenas estemos de vuelta me toca ir a Rosario para resolver la llegada de unos containers al puerto”, me advirtió cuando estábamos por partir. La imagen de Natalia volvió a mi cabeza: su vestido escotado, su mirada tranquila, el nene que tenía en brazos.

Al final de nuestra semana en Misiones, cuando estábamos por tomar el avión, le murmuré: “Andá a lo de tu esposa y tu hijo de Rosario”. Abrió los ojos como platos. Empezó a reírse y luego frunció el ceño. Notó mi mirada firme, mi aire frío y no negó. Entonces comenzó el descenso al infierno. Las preguntas se impusieron por mail, por teléfono, durante toda esa semana en la que se quedó en Rosario. No había respuestas.

Cuando volvió hablamos cara a cara. Me rogó que no rompiera nuestra familia. Admitió que en determinado momento necesitó esta doble vida, pero que ya no la podía sostener más. Que me amaba y deseaba estar conmigo. Pedía perdón. Confesó que Natalia sabía todo. Ella comenzó siendo su amante hasta que quedó embarazada y él decidió hacerse cargo de esta nueva familia con la condición de no tener que alejarse de la que ya tenía.

Ahora sí, con toda la verdad dicha, me indigné. Le grité que llevaba quince años envuelta en sus mentiras. “Cinco”, me corrigió. No podía entender cómo me había ocultado tanto tiempo esta situación. Tenía otra historia de amor, otro hijo, otra casa, otra familia. ¿Cómo era su “otra familia”?, ¿Estaba ahí cuando me escribía que me extrañaba desde habitaciones de hotel, a veces, con lindas vistas? ¿Había llegado a esto por aventura o frustración?

Me tomé un tiempo para que la decisión no fuera arrebatada. Pensaba en mis hijos. Y cada vez que él se iba “a trabajar”, el dolor era intenso. Mi psicóloga me preguntaba si podía ver una película hasta el final sin angustiarme o distraerme, ese era su termómetro para saber cuán shockeada estaba. Una compañera de trabajo con la que casi nunca hablaba ¡se volvió mi principal confidente! Con mis amigas me daba mucha vergüenza desahogarme. Tenía la autoestima por el piso y no estaba dispuesta a “todo por amor”. Dentro mío, ya no lo había. No podía confiar y le puse fin al asunto. Pedí el divorcio.

Tiempo después viajé a Rosario a buscar a Natalia. Había averiguado: trabajaba en un local del shopping. Al llegar me ganó la tristeza. Quedé paralizada frente a la vidriera. Cuando la vi no sentí nada. Natalia me reconoció de inmediato. Me ofreció entrar. Acepté. Casi no intercambiamos palabras. Entre tanto llegó una adolescente a probarse unos anteojos de sol. Ella me dijo “perdón” varias veces. Me ofreció un té, pero decidí irme.

Este encuentro me permitió seguir adelante. Entrar en el odio y el dolor habría sido una pérdida de tiempo y de energía. De esa manera, me despedí de mi esposo. Hoy puedo seguir considerándolo, sin rechazarlo, el padre de mis hijos. Le pedí que les dijera la verdad, a él, a su familia, a la mía, a nuestros amigos. ¿Serán cosas que pasan…? Recién pasó un año. Y mientras tanto yo sigo replegada, muy dolida, tocando fondo pero con la paz de saber que en cualquier momento voy a poder rehacer mi vida.

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