En primera persona: “¿Por qué siempre recibo el regalo menos esperado?”

En primera persona: “¿Por qué siempre recibo el regalo menos esperado?”

Igual que una década atrás, en su cumpleaños 40, Verónica recibió un obsequio indeseado.  Si ella quiere llevar una vida simple y despojada, ¿por qué los que más la aman, menos la entienden? El relato de sus crisis y reflexión.

06/07/2020 18:57

Una vez más, un regalo fallido. Esta vez Leandro, mi pareja, me pidió que cerrara los ojos y caminara a tientas hasta la habitación. Que no espiara.Se había apurado para frenarme a medio camino en el pasillo que llega al living. No es muy creativo. Es más bien tosco y terco. Por su origen vasco, dicen.

Por eso me entusiasmé con la sorpresa. Su actitud era motivante. Se había encargado de que Milena, nuestra hija de 4 años, pasara la noche con la abuela. Eso podría haber sido el regalo en sí mismo.

Estábamos en las vísperas de mi cumpleaños número 40. ¿Por qué le pondremos tanta carga a cerrar y empezar décadas?

Mis amigas habían hecho de todo para este aniversario. Fiestas, videos, promesas, constelaciones y disfraces. Incluso armaron el grupo “Viaje 20+20=40” que por la pandemia quedó trunco. Después de que pasara mi fecha (soy la última en cumplir de la banda) íbamos a huir del invierno hacia alguna playa caribeña. Había aceptado. Sólo porque las quiero. Pero el plan de consumo en un all inclusive no me tentaba. Prefería un fin de semana en el Tigre, en carpa, para poner a prueba la vitalidad de nuestros cuerpos. Ni lo propuse. Conocía tanto cuál sería la respuesta, como ellas sabían que a mí no me subían a un crucero. Son mis amigas de toda la vida y punto.

Es que de un tiempo a esta parte mi filosofía ha ido virando. Camino firme (al menos eso creía en la intimidad) hacia la sustentabilidad, el minimalismo y la austeridad.

No todos los que me quieren lo entienden o lo comparten. Con Leandro es distinto. O, al menos, eso pensaba. Convivimos hace 8 años. Tenemos una hija. Y por ahora compartimos una crianza basada más en la conciencia que en el deber. Más en el sentir que en el tener. Quizás cuando llegue la escuela primaria tengamos mayores
interrogantes. Veníamos bien.

Esa noche de casi 40 la cosa empezó a cambiar.  Como en un déjà vu de lo que me pasó con mi novio Santiago, a a los 29, cuando mi estilo zen todavía no existía y le tiré la bolsa del regalo por el balcón. Aquella relación cayó al vacío, como después de una explosión, tal como quedó volando el moño.

Santi se había anticipado a mi cumple número 30 y me había traído una costosisima campera de cuero de una marca internacional. No supe ni cómo la pagó. Porque la ira que me provocó que me conociera tan poco hizo que nunca volviéramos a hablar.

Ahora asumo que fui injusta. Apenas llevábamos año y medio juntos. Veníamos de ambientes muy distintos. Éramos una linda casualidad y un buen complemento. Pero el regalo inesperado e inoportuno arruinó todo.

¿Me pasó lo mismo con Leandro? Es el padre de mi hija. Mi compañero. También es un nerd, techie y hipster. Mi modo cada vez más green ya venía sacándose chispas con sus enchufes y baterías (aunque fueran de energía renovables).

Por eso, ¿cómo siquiera lo pensó? Mientras lloraba, después, esa madrugada en lo de mi hermana y repetía “¡cómo se le pudo ocurrir!” con indignación, viajé en mi memoria.

Hasta mi graduación de secundario. Mi papá (a quien veíamos poco tras un divorcio tormentoso) apareció en la escuela con un enorme ramo de 18 rosas violetas. No lo tiré. Pero lo dejé solo, parado frente a las escaleras del colegio con las flores en la mano. Y salí corriendo. En el baño donde había dado mi primer beso, el llanto de mi versión teen tenía el mismo lamento con el que arranqué mis 40: “cómo se le ocurrió”. Tal vez busco afuera respuestas que están en mí. Lo cierto es que todavía me cuesta procesar.

“¿Qué querés para este cumple especial?”, me había preguntado Leandro con amor unos meses antes. “Nada, que compartamos algo”, había sido mi primera y espontánea respuesta. El insistió. Que pensara en lo que habían hecho mis amigas. Que él se había comprado el dron cuando cumplió la misma edad. Qué, qué, qué. Yo sólo respondía el cómo: “juntos y sencillos”.

Leandro también es cariñoso, atento y cumplidor. Cada cumpleaños iba a mi tienda de diseño favorita y me compraba un vestido. Desde hacía un par de años la llevaba a Milena, que jugaba a elegirlo. Estaba bien. No me quejaba. A veces soñaba con que le aflore la imaginación, con alguna íntima sorpresa. Por eso me había ilusionado. ¿Una cena ayurvédica y un vino orgánico, ambientado con sahumerios? ¡Mejor afrodisíaca! Pero si al prender la luz esa noche sólo había otro vestido con bolsillos hubiera estado genial. Cualquier cosa menos lo que pasó.

Cuando el living se iluminó y vi lo que había sobre el sillón, mi mundo se apagó. Me sentí rota. Nuestra empatía quedaba herida. Estábamos perdidos. Como si ese rega – lo que tenía un botón de play hubiera hecho un clic en mí para resetear. ¿Les hacía saber a los demás mis deseos? ¿Por qué me cuesta tanto cambiar de trabajo o decirle a mi mamá que no quiero que Milena tenga una cocinita de juguete? ¿Por qué en mi nube de palabras de WhatsApp sólo abundan “gracias” y “perdón”? Acaso porque llevo 40 años jugando a ser autónoma e independiente pero en realidad sólo me dedico a complacer a los demás. ¿Tengo miedo de estar sola?

Todo eso pensé esa noche, acurrucada con mi hermana y acariciando a su gato. Después de una lista de reclamos sobre la incomprensión y el ombliguismo de Leandro, llegaron las preguntas sobre mí. Nunca nos habíamos peleado así. “¿Todo este escándalo por un regalo?”, gritó entre shockeado y furioso. Y se encerró con un portazo en la habitación. Ni siquiera había lugar en el sillón para sentarnos ahí e intentar arreglar algo. Ninguna de mis técnicas de respiración sirvieron.

Agarré mi cartera y salí por un taxi que me llevara directo a tocarle el timbre a mi hermana. En el auto miré el celular. Estaba lleno de mensajes. Ya era la 1 de la madrugada. Llevaba una hora de cumpleaños. “Un televisor smart de 65 pulgadas. Voy para allá”, escribí en el chat con mi hermana. Mi pareja acababa de regalarme para mi cumpleaños número 40 un dispositivo enorme y alienante que ocupaba todo el sofá de mi casa.

¡Si yo quería una cena íntima y pasar el día con nuestra hija a la orilla del río! ¿Por qué no lo dije así? Fuerte y claro. Eso me reclamó él.  En mi mareo de rabia hasta pensé cuántas cuotas de escuela con método Montessori hubiera podido pagar con ese dinero.

“El problema es integral”, me dijo mi hermana, psicopedagoga y astróloga, entre mimos. “Quizás él no te conozca tanto como vos creías. Quizás tampoco lo conozcas tanto a él. Pero antes, ¿te conocés y querés a vos misma?” Al final, no creía en esas cosas, no hice promesas ni constelaciones para cambiar de década, pero recibí como regalo mi propia crisis de los 40.