Oriana Sabatini, Jazmín Laport, Gabriel Oliveri y Lorena Ceriscioli comparten recuerdos, sentimientos y anécdotas de familia.
“Los dos somos del mismo signo: Leo. No peleamos casi nunca, pero cuando lo hacemos salen los leoninos a flor de piel. Quizás por eso, mi viejo y yo siempre fuimos muy iguales: gustos idénticos, formas, humor, pasión por el arte, dolores. Hasta mismos miedos. Lo más impor tante que compartimos es la amistad y nuestras infinitas charlas.
Tener padres artistas hace que cada momento sea una posible escena teatral. Entre los recuerdos, destaco las horas de hamaca en la placita al ritmo de nuestro vals. Las incontables escondidas en la despensa comiendo papas fritas sin que mamá nos viera porque “de lunes a viernes intentamos comer sano”. Con mi viejo, lo cotidiano se vuelve fantástico: ir al supermercado con él es una fiesta.
Mi papá es amable y detallista. Por amor y voluntad, me trajo el desayuno a la cama todos los días a las 7 de la mañana mientras fui al colegio.
Debo admitir que él es mi debilidad. Observo la pasión y la dedicación que le pone a todo. Y tomo nota. En él habitan infinitas posibilidades. Es versátil: de carpintero a modisto; de paisajista a chef con especialidad en torta fritas “lacacinas” (de Juan Lacaze, el pueblo donde se crió en Uruguay); de peluquero a director teatral. Amo todos sus roles, pero sin lugar a duda, el de padre y amigo es mi preferido. ¡Te amo, pá! Gracias por enseñarme el equilibrio, por ayudarme a “quitarles el peso” a las cosas. Por recordarme que tengo que “dejarme sorprender” y que lo mejor de la vida es “dejarla fluir”. Brindo por nuestra amistad eterna”.
“¡Humberto es el nombre de mi padre! Para los amigos Beto. Para nosotras, pa, papi, papucho. Somos tres hermanas y su presencia es TODO.
Siempre cuento que es una especie de papá en femenino. No sé si será porque le tocaron en suerte tres bellas hijas o porque vino así de fábrica: súper pro.
Papá nos alienta a soñar. Nunca le importaron las buenas notas en el cole, desestructurado, sin reglas y amante de la música y el arte, ¡sólo quiere que seas feliz! Inteligente hasta la médula, sus momentos de lectura fueron festejados por toda la familia.
Compañero incondicional de mi madre, siempre alentándola a ir por más. Es aventurero, noble y fuerte.
Recuerdo que cuando llegamos a vivir a Chillar le preguntaron a mi madre: ¿qué edad tiene su hijo? Ella respondió, tengo tres hijas. Usted tal vez se refiere a mi marido. Y sí, era papá, el nuevo gerente del banco. Se paseaba en vaqueros, zapatillas y chomba, arrastrando troncos con el jeep, subiendo y bajando montañas y cruzando campos inundados junto a su perro ovejero alemán. Nadie se imaginó que el nuevo gerente los iba a atender a partir de ahora en jeans, zapatillas y con barro ¡hasta en el bigote!
El es el sostén de toda la familia, desde el amor, el abrazo, hasta simplificando las cosas: ¿vos estás bien? ¡Entonces no pasó nada!, dice siempre.
Nunca vas a encontrar a mi padre en medio de una tormenta quejándose o culpando al mundo… En la proa del barco, dándole lucha al mar embravecido. Gracias a él, somos mujeres amazonas y guerreras, ¡igual que él! Nunca hizo diferencia porque éramos mujeres. Su legado es: ¡saltá, saltá! ¡Vas a ver que vas a volar!
Humberto Pedro Ceriscioli, mi papá, tiene 73 años, es ariano, trabajó como gerente en el Banco de la Provincia durante 30 años”.
“Soy el menor de tres hermanos, dos varones y una mujer, de una familia descendiente de italianos por parte de mi padre, José –alias “Mito”–, y de españoles por parte de mi madre, Carmen –como la ópera de Bizet– española de pura cepa.
Mi padre tenía mucho sentido del humor y una generosidad sin límites para con sus hermanos y su familia. Nunca tuvo vacaciones, ni disfrutó las cosas lindas de la vida. Cuando podría haberlo hecho, al jubilarse, cayó muerto a pocas cuadras de su casa, en una caminata matinal. Pero todavía faltaban muchos años para ese momento, también clave en mi vida.
Además de su ejemplo de trabajo, aprendí de mi padre que nunca hay que postergar la vida esperando ni la jubilación ni estar en otro sitio, ni formar una familia ni llegar a otros aires, ni conocer otra gente. Tu tiempo es hoy y ahora, siempre.
En Concordia, la familia de mi padre era muy conocida por ser los dueños del almacén de ramos generales El Aguila, famoso por la escultura en cemento de un águila con alas desplegadas de más de dos metros que adornaba –y aún hoy está– el negocio.
Mi padre, a cargo de la carnicería del negocio familiar, los domingos por la tarde iba a acarrear las vacas desde el campo el pueblo. Uno de esos días, uno de los terneros se escapó del rodeo y corrió desorientado campo adentro hasta donde mi mamá estaba sacando agua del aljibe. Mito vio a una morocha veinteañera, atractiva seguramente no sólo por sus labios carnosos y pechos a lo Isabel Sarli, sino también por la vergüenza y virginidad de una chica criada por su familia, muy religiosa y sin vida social.
Al ver a “ese” gaucho de ciudad, con bombachas y sombrero, Carmen tiró el balde y corrió hacia la casa. Esa imagen fue suficiente para que mi papá, ya de 33 años y muy “vivido”, supiera que esa mujer era la futura madre de sus hijos. Averiguó en la ciudad quién era esa chica y al domingo siguiente se presentó a hablar con mi abuelo Pepe y mi abuela Dolores para pedir la mano de su hija. Mi abuelo le dijo que tendría que ser muy “pillo” para tener que buscar una mujer en el campo, y como suponía que por la hora había venido a almorzar lo invitó a quedarse.
Gracias a mis padres sé que siempre se puede empezar de cero una y otra vez y que con esfuerzo todo se consigue. Lo que yo agregué a sus esfuerzos –y lo recomiendo– es la capacidad de disfrute”.
¿Qué decir de mi papá? Podría empezar hablando sobre tantas cosas… Suena muy cliché, pero él es una de las pocas personas que conozco que parecen salidas de un cuento. Desde chiquita me enseñó lo que es la libertad. Me mostró con la delicadeza y forma que siempre trató y cuidó a mi mamá, la suavidad cuando se enojaba por alguna travesura, la empatía cuando yo estaba pasando por algún episodio de la adolescencia por más que le fuera imposible de entender. Me enseñó a discutir con altura, o aceptar cuando no tengo razón, a perdonar y reconocer que las personas “hacen lo que pueden”.
¡Es celoso! Hace poco se puso mal porque subí una foto con la camiseta de Instituto y nunca me saqué una con la de River. Es bastante “guardián”, siempre le costó cuando tuve que presentar alguien en casa. Yo soy tímida igual que él.
Mi papá (aunque me delate con mi complejo de Edipo) es el hombre más perfecto, caballero y tranquilo que hay, es el que pone orden en la casa.
¡Es fantástico! Pero lo que más me llevo de él es su mirada honesta, saber que puedo seguir creciendo pero siempre tengo su hombro en el cual puedo apoyarme. Me llevo la manera en la que ve la vida, todas las sobremesas hablando y discutiendo sobre temas espirituales, astrología, religión… La confianza con la que puedo reírme, contarle lo que hice la noche anterior o qué papelón se mandó alguna amiga.
Pero creo que de todo lo que siempre voy a llevar conmigo es su famosa frase: “Podés equivocarte mil veces y va a estar todo bien. Porque si te equivocás, significa que lo estas intentando”.
¡Aprendí tantas cosas! A luchar por mis sueños, a acompañar a una amiga, una hermana, un novio…
Tenemos una relación de compañerismo absoluto. Igual, mi papá me deja ser, no es que me está encima. Si digo: “papá, necesito algo”, me contesta: “bueno, andá a hacerlo”. También me deja volar sola. Lo que él quiere es que yo sea feliz.