Mujeres libres
Disfrazados de “buena onda” o de comentarios “sin mala intención”, todo el tiempo recibimos cuestionamientos. Las mujeres son el blanco preferido. Opiniones no pedidas sobre el peso, la ropa o la piel están completamente naturalizadas y pueden atentar contra la autoestima.
“Me irrita que hablen sobre mi cuerpo”. “Me irrita que tener que estar siempre arreglada”. “Me irrita no encontrar talle para mí”. “Me irrita que critiquen mi ropa”. “Me irrita tener que tapar mis estrías”. “Me irrita tener que estar siempre depilada”.
Estas son algunas de las frases que aparecieron en las paredes y las calles de Buenos Aires, que nos invitan a pensar varias cuestiones relacionadas con exigencias a las que habitualmente estamos sometidas las mujeres. Sorpresivos carteles que empapelan la ciudad, nos interpelan a todos y son una buena oportunidad para conversar sobre temas que muchas veces se dan por sentados como algo natural, pero que -en realidad- son una imposición social.
¿Cuán agotador puede ser tener que dar explicaciones todo el tiempo sobre la propia existencia? Justificar una y otra vez cuestiones que son una realidad, y sobre las que no hay ningún tema para debatir.
Parece una pregunta absurda, pero en verdad, muchas veces las mujeres debemos dar cuenta de cosas básicas y excusarnos a cada paso. Pedir disculpas por no haber tenido tiempo para depilarnos. Explicar si subimos o bajamos de peso, porque a mucha gente parece interesarle ese dato. Excusarnos por no tener tiempo para hacernos un brushing antes de salir a trabajar. Sí, esos rulos son los que tengo naturalmente. Claro, todas las mañanas me peino con secador. Exacto.
Todas son explicaciones que buscan justificar por qué no estamos en sintonía con los ideales de belleza que vemos en publicidades, series y redes sociales. Palabras que naturalizan algo que no debería ser así. Agresiones disfrazadas de consejos que se hacen de buena onda: “Te lo digo por tu bien, no quedás bien así”. “Te haría bien bajar de peso”. “Tapate un poquito así no se te ven esos pelos”.
Los comentarios irritan. Pueden llegar a ser dolorosos. Y tienen lugar en las situaciones más cotidianas. Por ejemplo: Una mujer va a trabajar. Sale a la mañana de su casa, camina por la calle y recibe la primera opinión no pedida sobre su persona. Alguien pasa y le dice que está gordita pero que igual es sexy. Sigue caminando, porque ya tiene incorporado como algo normal escuchar este tipo de comentarios.
En la oficina, a la hora del almuerzo, el tema de conversación de un grupo de mujeres son los tratamientos de belleza. La gran mayoría de las presentes utiliza distintos métodos para combatir las arrugas, la celulitis y la flacidez. Hablan como si una no pudiera pensar en una belleza real, sin máscaras.
¿Qué podría haber de malo en las arrugas o en las estrías? Solo son un signo del paso del tiempo y de los cambios en el cuerpo. Pero para muchas, dejarlas a la vista es casi un delito. “Vos te podrías poner un poco de botox, ya se te están marcando mucho las patas de gallo”, dice una compañera. Otra aconseja sobre la importancia de un peso saludable: “Te puedo recomendar una nutricionista”. Y una se queda pensando que hay algo en su cuerpo que está mal, ¿por qué si no alguien estaría pensando en recomendarme una nutricionista?
Otra parte de la conversación hace que nuestra protagonista imaginaria entre en un estado de preocupación. Hablan sobre la depilación definitiva. Ella recuerda que en ese momento tiene muchos pelos en las axilas. El alivio llega cuando se da cuenta de que tiene puesta una remera con mangas que los tapan. Pero al rato vuelve la misma pregunta, ¿debería preocuparme por esto? Si para mí es lo mismo. Al parecer, para muchas personas es muy relevante la cantidad de pelo que el otro tiene en la piel.
Después del trabajo, una tarea de alto riesgo: comprar ropa. La misma mujer entra a un local en un shopping y no llega a mirar absolutamente nada. “No tenemos talles para vos acá”, le dice la vendedora, con una sonrisa. Agrega que no la quiere hacer perder el tiempo. Ella se va del negocio sin probarse ninguna prenda. La escena se repite en otros locales, de los cuales prácticamente es echada. Seguramente las vendedoras no se pusieron a pensar sobre el poder de sus palabras. Pero la realidad es que estas pueden hacer que la existencia de alguien se convierta en un calvario.
¿Nos detenemos a reflexionar cuántas veces hacemos comentarios así en nuestra vida? Opiniones no pedidas sobre cuerpos, estilos de vestir, peinados. ¿Sabemos cuánto mal podemos generar en el otro con estos comentarios? Incluso con esos que creemos que son “positivos”. El clásico “estás más flaca”, dicho como un elogio, sin siquiera saber las circunstancias que hicieron que la persona baje de peso. ¿Por qué lo decimos como una felicitación? ¿Estaba mal que antes pesara más?
Los comentarios nos afectan. Nos impiden sentirnos felices con lo que somos, sin necesidad de demostrar nada. No dan lugar a la espontaneidad y dinamitan nuestra autoestima. Nos irrita que nos limiten, que nos quieran imponer estereotipos supuestamente bellos, cuando la belleza real pasa por otro lado.
Cada vez somos más conscientes de estas imposiciones establecidas por la sociedad, y llegó el momento de reflexionar para estar más atentos a las palabras que decimos a los demás. Una frase puede cambiar el mundo de otro. El poder de destruir con críticas negativas o de construir con palabras amables está en nuestras manos.