Al tiempo de festejar el primer año de vida de su hijo, Ángeles Alemandi se palpó un tumor de mama. Varios años después de la mastectomía, de la quimio y del alta médica volvió al quirófano.
Podría tener otro hijo, pero no. El mastólogo dice que no se han estudiado en profundidad casos de mujeres que hayan sido madres después del cáncer. La oncóloga no quiere tener una respuesta castradora, dice que es mi decisión. Pero no. Tengo un pilón de argumentos que sostienen mi NO; sin embargo, hay uno que estuvo desde el comienzo de esta historia. Quizá suene ridículo: dejar de tener tetas mutiló la proyección de volver a imaginarme embarazada.
A mis 32 años, y con un niño que recién había cumplido 1, recibí la noticia de que tenía cáncer de mama. Tras seis sesiones de quimioterapia entré a la sala de cirugía, donde no sólo extirparon esa masa insana sino que vaciaron ambas mamas. Bajo la misma lámpara de quirófano, los médicos inventaron una ficción para no dejarme sin lolas. El cirujano me puso unos expansores que imagino como unas bolsitas y las infló con suero fisiológico. Al salir de la anestesia, mi delantera no se parecía a la tabla de planchar toráxica de mis 11 años. Al mes volví al consultorio y miré hacia otro lado cuando me pincharon una por una las mamas para inyectar más líquido. El procedimiento se hizo tres veces, hasta que la piel se distendió lo suficiente como para cambiar esas bolsitas por las prótesis.
Fantaseé con la idea de ponerme unas tetas enormes y salir al mundo con la impunidad de un par de lolas del tipo “querías cumbia, tomá”. Cuando el especialista sugirió siliconas de 240 cc, la medida más acorde a mi cuerpo, un talle 85, se desvaneció la novelita cursi y me gustó estar de acuerdo con el engaño. Así que me desnudé de nuevo y me entregué a los reveses de un bisturí en una segunda intervención. Luego de una mastectomía, como te extirpan las glándulas mamarias, se utilizan prótesis especiales que tienen forma de gota para que se parezcan lo más posible a las de verdad.
Hace cuatro años que no tengo tetas, como Angelina Jolie. Ella tenía altas probabilidades de desarrollar la enfermedad por cuestiones genéticas y optó por cortar todo por lo sano. Estas que me pusieron a mí me quedan lindas y no me salieron un peso gracias a que cuando me tocó vivir la jodita ya teníamos en Argentina una ley que nos ampara a las mujeres y garantiza que las obras sociales cubran la reconstrucción. Pero he perdido casi toda la sensibilidad: no percibo una caricia ni un pinchazo. Y ante esa falta creció un demonio a mis pies que me habita y contra toda la racionalidad que pongo en juego, sigue ahí. No me deja concebir la idea de volver a ser madre, me mete en la cabeza preguntas absurdas: ¿qué haría sin mamas y con un bebé recién nacido?, ¿o no es lo primero que te dicen al salir de la sala de parto que lo prendas a la teta?, ¿cómo le calmaría el llanto?, ¿tendría coraje para zamparle una mamadera en el minuto uno de vida?
Hasta que volví a poner la fuerza en lo importante. Y ya tenía un hijo al que había criado con lactancia materna exclusiva. Vuelvo a mirar fotos amamantando, aún siento a través del papel Kodak la felicidad que me provocaba ese momento. Por algo me empeciné en darle teta. Así como peleé por tener un parto natural y soporté gracias al cuidado de los médicos más de 40 horas hasta dilatar. Quizá sea otra estupidez: creo que un costado mío sabía que esa era mi gran oportunidad.
Aún puedo recrear esos instantes repetidos decenas de veces al día en que mi hijo se prendía a la teta. Era expeditivo; en menos de cinco minutos pasaba de la mama derecha a la izquierda y ya estaba lleno. Mientras él succionaba en su burbuja lactosa, me miraba a los ojos. Yo observaba el contorno de sus pestañas, ese parpadear lento de una mirada que quiere ser infinita y no puede ni permitirse la pausa del parpadeo. Al mes de nacido había subido 1,700 kg; pesaba más de 5. De pocas cosas me enorgullezco tanto.
Mi hijo primero soltó la lola izquierda; sólo tomaba de la otra. Era un problema. Aquella se achucharraba como un damasco maduro que cae de la planta y la derecha seguía en el esplendor de la primavera. No bien me palpé una dureza en esa fui a hacerme un chequeo y la ginecóloga dijo que era un nódulo. Cuando le escribí diciéndole que esa cosa estaba creciendo no me creyó, minimizó la cuestión aludiendo a que recién había dejado de amamantar, entonces la teta había perdido volumen y era sólo una impresión mía. Yo sabía que no, acaso mi hijo también.
Darle de mamar era un momento luminoso que detenía el desconsuelo, los cólicos, el mal sueño. Amamantar fue de las experiencias más maravillosas de la vida. Y en la incertidumbre del futuro de los pacientes oncológicos, prefiero quedarme con lo seguro: la tomografía de control que me hice el mes pasado y dio bien, una familia hermosa a la que le alcanza lo que tiene, ese recuerdo lechoso tan exquisito, mi hijo único y mis tetas insensibles, pero sanas.
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