Testimonio sobre la historia de un vínculo a trasmano. Luego de un sinfín de desencuentros, ella llega a los 40 con su deseo de no maternar y él está a punto de conocer a su primer hijo.
La hicimos para atesorar y cerrar otra etapa de nuestra historia. “La excusa más cobarde es culpar al destino”, suena. Así versa el estribillo de “Amores imposibles” de Ismael Serrano. Me lo tatuaría. Pero sin duda no es la única canción a la que me remite lo que nos pasa.
En medio de ese random también se escucha “Fue amor”. Entonces inmediatamente recuerdo el video de un concierto de Fito Paez. Él está en el piano y, en los coros, Fabi Cantilo. La canción es otra, “Brillante sobre el mic”. Pero la complicidad y la ternura de lo que fue amor entre los dos (quizás 25 años después) parece intacta. Se ven felices.
Algo así sueño, deseo, sospecho, que nos puede pasar a nosotros. Se me hace inevitable recurrir a ese plural, porque existe. Seamos lo que seamos.
Una de mis amigas dice que no mira películas porque con mi historia le basta. No sé si me gusta el chiste. Vivir una novela, por un lado, implicaría algo fantasioso. Y en nuestros cuerpos se siente muy verdadero. Por otro, la ficción aún tiene mandatos del amor romántico. ¿Final feliz? Me gustan las series de ahora, con testimonios reales.
Es que cuando me propuso vernos, lo presentí. Algo había pasado. A) Se había separado o B) ella estaba embarazada. Ya pasaron 7 meses y aún no logro dilucidar qué hubiera sido de mí, de nosotros, si era la primera posibilidad. Pero cuando lo miré, lo supe. En sus ojos se notaba la mezcla exacta de ilusión y sutil melancolía. Conocía su enorme y demorado deseo de tener un hijo. Eso que yo no tengo. O al menos eso creía.
Entré al aula de mi primera clase de Sociedad y Estado en el CBC y lo vi al fondo. Estaba sentado con sus rulos rubios y el suéter de alpaca. Mis miedos de empezar la universidad se fueron. Lo iba a conocer a él. Quizás hasta me enamoré en ese instante.
A los dos meses nos sentábamos juntos y estudiábamos en grupo, con los suyos y las mías. Nos reíamos con dolor de panza y nos desvestíamos con la mirada. Pero él tenía novia. Se iniciaba el patrón de caminos cruzados que seguiríamos las siguientes dos décadas.
Antes de los exámenes finales nos sinceramos, al fin nos besamos y nos despedimos. Le propuse intentarlo. Me dijo que le debía mucho, que no podía cortar. El seguiría su vida por el lado de la abogacía. Mi ruta estaba en la sociología.
Un año y medio más tarde nos cruzamos, a la hora y el lugar menos pensado: tres de la tarde, cementerio de la Recoleta. No había redes sociales, casi nadie tenía celular (él tampoco las usa ahora y puede olvidarse el teléfono durante todo el fin de semana caído debajo del sillón). A la semana fuimos al cine y nos amamos. Fueron unos tres o cuatro meses juntos. Se sentía fuerte y recíproco. Pero él estaba recién separado y temía equivocar el camino iniciando otro noviazgo tan pronto. Le salió una beca para estudiar en España. Nos despedimos otra vez.
Iban a ser 8 meses. Fueron 5 años. Seguimos en contacto por mail durante un buen tiempo. Hasta que sentimos que nos hacía peor esa falsa cercanía en la distancia. Estábamos echando raíces en distintos canteros. Y la cortamos. Una vez me escribió porque sintió la necesidad de contarme que estaba en pareja, conviviendo con una mexicana. Le devolví la misma noticia: me había enamorado de alguien más.
La Justicia seguía siendo su vocación y profesión. Probaba en la gastronomía con unos amigos que habían regresado con él desde Europa. Más viejos y cansados pero éramos nosotros. Estaba solo… Yo no.
Estuvimos juntos a pesar de eso. Duró algunos meses otra vez, hasta que decidimos volver a la senda de la amistad.
La década siguiente nos reencontró, sin buscarlo, en la fundación de una ONG. En eso trabajamos, como un gran equipo, desde hace 7 años. ¿Lo intentamos? Sí, pero apenas en una impasse que tuvo mi pareja. No funcionó. Tuve miedo. Más temor de perderlo otra vez que de encontrarlo. Y volví a lo que creía seguro, a quien hasta entonces me había elegido todos los días.
Él consiguió quien le busque el celular los domingos a la noche y están en pareja hace 5 años. Hace 3 me separé definitivamente. El motivo: mi falta de deseo para maternar. Para mi ex era algo fundamental en el proyecto. La paradoja: con el rubio de rulos y abrigo norteño también había sido una diferencia. Estaba seguro de querer tener hijos. Aunque “no sé con quién”, solía decir entre guiños, porque siempre estaba yo en el medio de sus novias de turno. En cambio a mí me parecía que él era demasiado inestable para ser padre.
Lo besé y empecé a lagrimear. Lloré sin pausa durante las siguientes dos horas, sexo mediante. Aunque se me nubla el detalle exacto de mis palabras después de las preguntas de rigor, sé que entre la congoja le dije, “pero te amo profundamente”. “Lo sé y yo te amo a vos”, respondió.
“Vas a ser muy feliz”, le dictaminé frente a frente, sin saber si era una convicción o una despedida más. Esta vez de mi parte. “Pero a este lugar no volvemos más”, seguí con el decreto. Se quebró y preguntó en voz alta: “¿cómo voy a ser feliz sin vos?”.
Al archivo no regresamos. Pero armamos uno virtual con canciones. Después de mucha charla entendimos que queremos seguir cerca de la vida del otro. Como sea. ¿Seré la tía de Milo? Lo intentaré. ¿Hubiera querido ser su mamá? Luego de mucho desgarro interno, mi terapeuta asegura que sí. Yo me consuelo: por algo no pasó.
Abro el navegador para buscar la practi-cuna que elegimos con los compañeros de la ONG para regalarle y me saltan las notificaciones de los títulos virales del día: “El tierno fin de semana en redes de Fabi Cantilo con Fito Paez y su novia, Eugenia Kolodziej”.
Se ven felices. Están bien. Vamos a estar bien.