La crisis no empezó este 2020. El año pasado, a sus 33, Rocío afrontó su primer despido. Sintió pánico de perder su profesión. No se rindió. A pesar del cansancio de empezar una y otra vez, probó todo. Tuvo múltiples empleos en menos de 12 meses. Llegó a un casillero ganador, pero está siempre lista para volver a empezar.
No es cliché. Si una mudanza es un estrés equivalente al dolor por la muerte, después de mi último año puedo asegurar que en ese podio también está cambiar de trabajo. Sobre todo, cuando no se trata de buscar nuevos rumbos, sino que la crisis te avasalla y el único camino que querés seguir es el que permita llegar a pagar el alquiler.
Me dirán que en ese ranking de duelos tiene que estar la separación. Coincido. Si cada comienzo en un lugar de trabajo es como la etapa inicial de un noviazgo. Hacés el esfuerzo por brindar lo mejor. De ese podio de dolores, salvo la muerte, los pasé todos.
Soy publicista, graduada en la universidad con mucho esfuerzo. Estaba por cumplir una década en una tradicional agencia, nacida hace 40 años. Pasé por varios equipos, marcas y clientes, con ambición y eficiencia
Llevaban meses despidiendo al voleo, por goteo. Tenía miedo. Pero quería creer que no me iba a pasar. Hasta que sonó el teléfono un feriado y lo supe. Estaba en mi casa, recién cambiaba la ropa de placares porque se venía el otoño. Me senté en mi escalerita auxiliar plegable y me puse a llorar. Tenía pánico de no volver a trabajar de lo mío.
Pero ardí en ese fuego que me permitió convertirme en cenizas y renacer. Confirmé que la resiliencia existe.
El fantasma de la plata es el primero que acecha. Aunque después lo que más extrañes sean los amigos y las rutinas. Cuando me despidieron llevaba meses recibiendo mi salario en cuotas. No quedaban ahorros. Varias veces tuvieron que prestarme mis tíos. Sobre todo para mostrar “proactividad y buena presencia”. Si me quedaba en pijama para no gastar, no volvería a la cadena de montaje.
Y para cuidar el dinero de la indemnización, mientras entraba en el circuito freelance, empecé a vender vajillas en cerámica hechas a mano. Como hacerlas era mi cable a tierra, fue lo primero a lo que recurrí. Para bajar la ansiedad, mental y económica.
Además, me puse una premisa. Hasta que la heladera vacía no me obligara, sólo me postularía a trabajos vinculados a la publicidad. No quería atender un kiosco. Tenía una vocación, una formación y una carrera. No quería rendirme. Spoiler: gané.
Aunque estar al borde del abismo te puede meter en cualquier cosa. Hice dos spots para YouTube, tipo comercial de tele-venta, sobre mi experiencia con una depiladora eléctrica. Apliqué por las trampas de los algoritmos, al seguir #publicidad. Sólo recibí los viáticos. Nunca se publicaron. Lo hice por si surgían contactos.
Al tercer mes, a las artesanías ya le había sumado cuatro changuitas freelance de redacción creativa. Seguir en sintonía y sumar pesos. Tuve que reorganizarme. Después de tantos años acostumbrada a ocho horas en la oficina más dos de viaje, trabajar desde casa con el perro, el gato (y mi marido) rondando, fue difícil.
Extrañaba a mis compañeras. Le encontré el gusto a ir al gimnasio (pago por todo el año) en cualquier momento de la tarde. Y la hora del almuerzo se reconvirtió.
Con cinco colegas despedidas nos seguimos viendo todos los martes. Como un ritual. No teníamos plata, pero nos las ingeniábamos para comer juntas. Hacíamos catarsis. De esa terapia grupal, surgían oportunidades.
Una de esas amigas fue convocada para el equipo de publicidad de una fábrica de bujías para autos. Veníamos de manejar cuentas de consumo masivo. ¡Otra historia! Ella lo rechazó y pasó la posta. Yo dije que sí. Sólo quería tener un recibo de sueldo que me pagara las expensas y me permitiera decidir mi separación con independenciaeconómica. Además, era un puesto con tres personas a cargo. Oportunidad y desafío.
La fábrica estaba… ¡a 10 cuadras de mi casa! Tendría que cambiar otra vez el horario del gimnasio, pero no tanto. Si adapté la cita en el diván. El consultorio quedaba cerca de la antigua oficina, a la que nunca volví desde que puse en una caja mi planta, mi mate y mi mouse.
Disfruté la walking distance y en las horas que ahorré en viaje, seguí con las cerámicas y manteniendo los ingresos monotributistas. Me costó mucho la temática ignota y conducir un equipo. No sabía cómo imponerme y mantener el buen clima. Cuando estaba casi adaptada y con mi segundo sueldo, me llamaron de una consultora.
Renuncié y volví a empezar. Otra vez a tomar subte y colectivo desde Villa Urquiza a Puerto Madero. Ahora, a las 6 am. El gimnasio, a la noche. Tecnología y lenguajes nuevos. Jefes múltiples y en distintos países. Compañeros rotativos. Almuerzos a solas con Instagram. A las dos semanas ya me había (mal) acostumbrado. ¿Sobre adaptada a los cambios? Tal vez. Aún se siente el cansancio acumulado.
A la mitad del tiempo acordado, me anunciaron “es tu último día”. Nunca me di cuenta de que había firmado algo sólo por tres meses con opción de renovación. Otro aprendizaje: preguntar, leer y escribir… ¡todo!
Me desplomé. Había decidido separarme y me sentía sin brújula. Tras una crisis de angustia, hablé con los jefes australianos. Logré un contrato por un mes más. Y otro.
Ese período no había terminado y apareció una nueva oportunidad. “Cómo se encuentra todo, buscando otra cosa”. Sonó el teléfono. Esta vez llamaban de la agencia con mejor presente y mayor potencial del mercado. Querían entrevistarme por un puesto de creativa, en relación de dependencia, en mi barrio, en horarios saludables y con todos los publicistas que admiro. Me habían recomendado dos compañeros conocidos en este tiempo de búsquedas.
“Me voy”, les dije a los australianos, primero, y a mi marido después. Le alquilé el departamento a mi prima. Hace tres meses que hago lo que soñé. No tengo escritorio fijo en la agencia. Uso una notebook en cualquier mesa compartida. Y para el almuerzo cocinamos. Nunca traje el mate ni la planta. Los dejé en mi nueva casa. Aún se siente el estrés en el cuerpo. ¿El aprendizaje? Quedará tatuado.