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Adriana amaba de Leo, su risa, su colección de Pikachus, su trabajo de DJ y almorzar a las 2 de la mañana. Por la misma razón, lo dejó.
Mi mamá y mi papá me tuvieron a los 29. Antes, querían terminar de estudiar. Ser una pareja de profesionales con espalda como para asegurarme un futuro sólido y una habitación de princesa a dos pasos de una plaza donde pudiera andar en bici.Mi ex tenía la misma edad cuando se gastó. U$S200 en una máscara de gorila.
Se llamaba Leo, había abandonado diseño de imagen y sonido en el segundo cuatrimestre, se mantenía trabajando como Dj y era el dueño de una risa desmesurada. Tenía las pestañas largas, la agenda vacía, una colección de máscaras, vinilos y unas ganas de comerse al mundo que me contagiaban. Yo manejaba el área de publicidad de una marca de carteras. Estaba contracturada, de recontra novia, daba pasos cortos y elegía las baldosas firmes porque era lo que mejor me salía y me habían enseñado en casa. Los flechazos tienen eso, entran secos, transversales y no dan tiempo de nada. Seis meses después estábamos arriba de un colectivo mudando mi ropa, la almohada, la silla ergonómica, el cáctus y mi cuadro de Testino. Hice un hueco para la computadora entre las controladoras midi, pateé unos cables para acomodar la silla y sin más preámbulos dimos por iniciada nuestra pseudo convivencia.
La llamo así porque el primer techo que compartimos estaba habitado también por su papá, el dueño. Un viudo canchero y sobreprotector que le regalaba zapatillas importadas y le engrosaba la colección de discos en cada viaje. Trabajaba mucho, tenía una novia que vivía lejos y hacía unas peras al malbec riquísimas. Con suerte lo cruzábamos alguna noche en el living mirando tenis o tomando mate. Era un fantasma amistoso, la mano mágica que nos dejaba comida en el horno y nos organizaba. Si. fuese por Leo las cenas se solucionaban encargando hamburguesas. Y si no quedaban medias limpias le sacaba unas al padre. Iba por la vida liviano, como levitando. Bajaba a la Tierra de visita, de jueves a domingos, cuando tenía responsabilidades. Mi mejor amiga cruzaba la puerta y nos preguntaba: ¿Cómo van las cosas en la mansión de Mi pobre angelito?
Lo quería así porque me revelaba. Su impulsividad nos metió en barros, pero me arrancaba de mi zona de confort para vivir la vida como todos deseamos. Cuando tenía un fin de semana libre le pedía el auto al padre y nos embarcábamos en aventuras a menos de cien kilómetros, como una sesión de fotos bizarras en los pasillos de un crucero semi-abandonado en un camping de Campana. Si le tocaba trabajar, lo acompañaba a la disco y volvíamos a las 7 de la mañana. Nos acostábamos vestidos y desayunábamos con el plato de tostadas encima de la almohada. Hacíamos el amor a la hora de la siesta, nos recuperábamos con licuado de banana y me tatuaba corazones de marcador rojo por la panza. Solíamos charlar con los pies en la pileta y tomarnos las cervezas de Gerardo -el padre intermitente- hasta que cayera helada.
Las vacaciones eran lo mejor, no tenían guión. Una vez, por ejemplo, me invitó a Punta del Diablo una semana y terminamos casi un mes en Florianópolis. Fuimos a comer afuera y se encontró con dos amigos de amigos que subían a Brasil con lugar en la camioneta. Llamó a otro amigo que le prometió un espacio en la casa y cuarenta y cinco minutos después, mientras me duchaba, hizo un bollo con la ropa, la metió en la mochila y me arrastró a lo que terminaron siendo tres semanas soñadas.
Si llegamos a tener una convivencia de verdad, creo, fue por mi crisis de los 30 con 2 años de retraso. Mi hermana menor ya tenía un hijo y nosotros una colección de máscaras. Después de una búsqueda intensa, conseguí un dos ambientes en Chacarita bastante parecido a un hogar, con paredes blanco tiza, pisos de roble y la copa de un jacarandá enmarcada por la ventana. Era un cambio radical, planeado, me sentía entusiasmada.
Sin Gerardo para equilibrar el despilfarro, no tardamos en empezar a vivir un poco más ajustados. Y terminé siendo la única que ordenaba, barría y cocinaba. Sentí el reflujo de mi yo de antes, la irascible, la contracturada. Si estaban los vasos. sucios él usaba una taza y si no cambiaba las toallas podía usar la misma por varias semanas. La veía a mi hermana, flamante mamá entre vomitadas, pañales, llantos. De las dos, yo era la más cansada. La agenda se me había llenado de tareas, las mías y las que le tenía quehacer acordar a él, desde el turno con el dentista al regalo de cumpleaños de la abuela.
Lo que también se saturaba era el departamento. El sumaba hobbies y yo iba perdiendo terreno. En menos de dos años los 48 m2 con identidad de hogar se convirtieron en un laboratorio experimental de circuit bending, una técnica para generar sonidos desmantelando juguetes a pilas, artefactos y empalmando cables. Si antes dormía en la casa de Mi pobre angelito, ahora lo hacía en una planta de reciclado. Adiós a mi cuadro de Testino y hola a la estantería con un robot manco, un Simon y trece pianitos, cinco autos a control remoto y un Pikachu. A medida que se corría la voz, amigos y conocidos aparecían de visita con algún juguete viejo en la mano. Cuando la estantería ya no alcanzó, tuve que desarrollar la habilidad de esquivarlos a oscuras para llegar de noche al baño ¡Y comprarme pantuflas!, porque el piso era una alfombra de cablecitos pelados.
Estaba en la sala de espera del alergista cuando visualicé un futuro negro. El artículo que leía era sobre los hombres que nunca crecen. “Hacen lo que les gusta y nunca lo que les corresponde”, “Se resisten a sumar responsabilidades”, “Incapaces de compartir proyectos de vida en común”.
Hacía nueve años que estábamos juntos. Había llegado el momento de tener una conversación adulta y, aunque era tarde y llovía, me bajé una parada antes. Compré una pizza, dos cervezas y aproveché los tres pisos de ascensor para convencerme de que había esperanzas. Cuando abrí la puerta lo encontré sentado en el piso desmontando a Pikachu. Desde el pasillo se podía ver la ropa tendida en el balcón, a un metro y medio de él, empapándose. Me desquité con la máscara de gorila, esa que le salió doscientos dólares y sirvió para juntar ácaros en el perchero. Le recriminé que su colección de discos siguiera creciendo mientras yo recortaba gastos. Le pedí que fuera menos él, que se buscara otro trabajo y salí dando un portazo. ¿Se me había terminado el amor? Mi psicóloga habló sobre quitarse el velo, ¡pero lo mío era un mantel!
Seguimos en contacto por amigos en común. Daba la sensación de que era un Leo más calmado. En un cumpleaños me contó sobre su casa nueva, me invitó a conocerla. Tenía el piso de madera y las paredes blanco tiza despejadas. Un tercer ambiente para la mesa de mezclas, los vinilos y los cables. La habitación servía para dormir y el living para tomar té y caminar descalza. Arriba del sillón rojo estaba el robot manco con un post-it escrito a mano. “Si volvés con nosotros te cedo la mitad de mi cuarto”. ¿QUERÉS COMPARTIR TU HISTORIA? Escribinos a [email protected].