Fueron íntimas durante años. Confiaban ciegamente en la otra. Hasta que un día, la venda se cayó y Valeria descubrió que Laura era capaz de herirla de la peor manera.
Sal y azúcar. Agua y aceite. El día y la noche. Una, alta y morocha; la otra, petisa y rubia. Ella, intempestiva y muy sociable, mientras que yo soy introvertida y prudente (“miedosa”, según ella). Siempre fuimos tan diferentes… Era increíble que pudiéramos llevarnos bien.
Nos habíamos hecho amigas en la secundaria. Laura era una de esas chicas que no pasan inadvertidas. Le gustaba el canto y la actuación y protagonizaba casi todos los concerts. En clase, siempre hacía algún comentario ingenioso en voz alta que hacía reír incluso a las profesoras. Era muy sarcástica y, a veces, un poquito cruel. Cuando le conté que el chico que me gustaba me había invitado a salir, Laura se burló: “¿Se anotaron en un concurso de gnomos?”. El era apenas un poco más alto que yo. Me reí, quise creer que era un chiste. Dos semanas más tarde, apareció “por casualidad” en el pub en el que yo había quedado en encontrarme con él. Cuando los presenté, ella le dijo: “Vale está enganchadísima con vos”. ¡Me quise morir! Esa noche, cuando le pregunté por qué había hecho ese comentario, se enojó. No nos hablamos por una semana. Finalmente, ella apareció con el nuevo CD de Bon Jovi de regalo: era su pipa de la paz. Dijo que era una bocona, que hablaba sin pensar. Me pidió disculpas y escuchamos el CD juntas.
Un sábado, después de almorzar, mi papá nos contó que la empresa en la que trabajaba había quebrado. Mamá tenía un local de decoración en sociedad con una amiga y, aunque al negocio le iba bien, no alcanzaba para mantener a la familia. Mi hermano preguntó: “¿Qué va a pasar?”. Yo ni siquiera podía hablar: estaba shockeada. “Nada sustancial. Ustedes van a seguir yendo a la escuela y al club. Tenemos ahorros y yo seguramente consiga empleo en poco tiempo, pero vamos a tener que ser cuidadosos y organizarnos para no gastar de más. En vez de ir y venir con el coche, por ejemplo, tenemos que coordinar para hacer un solo viaje. Cosas así”, explicó papá. La palabra “viaje” sonó como una bomba para mí. Faltaba menos de un año para el viaje de egresados. Nuestro curso iba a ir a Cancún. ¡Yo estaba tan ilusionada! ¿Y si papá no conseguía otro trabajo? ¿Y si no podíamos pagar el viaje? ¿Y si lo hacíamos, pero teníamos que resignar cosas importantes?
Esa noche me quedé a dormir en casa de Laura y le conté todo. Lloramos abrazadas: lo que le pasaba a una le afectaba a la otra. Al rato, ella tuvo una idea genial: íbamos a juntar dinero dando clases particulares de inglés (ella) y de matemática (yo). Lo haríamos en casa de su abuela, así nuestros padres no se enteraban. Eso hicimos durante meses. Tres veces o cuatro veces por semana, cuando salíamos de la escuela íbamos a almorzar a lo de la abuela de Laura. Después de comer, empezaban a llegar los alumnos. Yo daba clases en el living comedor y Laura, en el escritorio. Guardábamos todo lo que cobrábamos en una lata de galletitas danesas. La consigna fue: si mi papá conseguía trabajo seis meses antes del viaje, íbamos a repartir el dinero. Si no, todo iría a casa. Una semana antes del viaje, le entregué a mi papá lo que habíamos ahorrado con Laura. Era bastante, porque habíamos “trabajado” incluso en el verano. El se negó a aceptarlo, pero insistí. “Lo más valioso no es el dinero, Vale, sino la amiga que tenés”, me dijo. Yo ya lo sabía.
Ese viaje de egresados fue inolvidable. No sólo porque nos divertimos muchísimo, sino porque me dejó grabado a fuego el valor de la amistad. El día de la excursión a Chichen Itzá, Laura me pidió que me quedara con ella en el hotel: prefería ir a la playa antes que mirar “piedras”. Aunque yo estaba entusiasmada por conocer las ruinas, no la dejé sola. Porque las amigas tienen que hacerse la gamba, ¿no?
Laura siguió la carrera de Arte Dramático y yo, Ciencias Exactas. No compartíamos el día a día, pero seguíamos siendo íntimas amigas. Aunque tuviera que hacer malabares con la agenda, yo trataba de verla casi todos los fines de semana. Cuando no lo hacía, ella decía que Andrés (el gnomo ya era historia) me había fagocitado. “Estás demasiado pendiente de él. Se la hacés muy fácil y va a terminar por aburrirse”, me decía siempre. Ella, en cambio, se divertía saliendo con uno y con otro. A Andrés no le caía bien Laura. Más de una vez él me había dicho que era una jodida. “Es intensa, por su profesión, pero no es mala”, la defendía yo. Pero él tenía razón en algo: Laura no tenía filtro. A mí no me molestaba tanto que me dijera que largara los postres cuando estábamos solas, pero sí que lo haga delante de Andrés. A él lo afectaban esos comentarios.
Para celebrar mi cumpleaños 30, hice una gran fiesta en casa. Invité a mucha gente, incluso a la de mi trabajo. Tenía mucho para festejar: una familia hermosa, el mejor novio del mundo, un buen empleo y… ¡mi casi ascenso! Esa semana, mi jefa me había comentado que yo era su candidata favorita para ocupar el puesto de coordinadora de sección.
En mitad de la fiesta, busqué a Laura para recordarle que no debía hacer ningún comentario sobre ese tema. Justamente, ella estaba con los de mi trabajo: era el centro del grupo. Algunos se reían de lo que ella decía, pero otros la miraban extrañados. Me acerqué y no me costó mucho darme cuenta de que me estaba imitando. Era una versión crispada de mí, llena de tics y gestos nerviosos. No sólo eso, también estaba contando qué era lo que iba a hacer apenas me ascendieran. Mi jefa y mis compañeros se fueron enseguida. Yo le pedí a Laura que me acompañara al baño. Cuando le pregunté por qué había hecho eso, me dijo que era una exagerada. “¡Fue un chiste! ¿O no me conocés?”, me respondió.
En aquel momento, sentí que no la conocía. La que me había humillado a mis espaldas y arruinado mi gran oportunidad no era una amiga. En algún momento del camino, se había convertido en una persona que sólo veía la debilidad del otro y se burlaba de eso.
Frente a mi silencio, Laura estalló: “Siempre victimizándote, ¡me tenés harta! Mejor si no te dan el ascenso, así te enterás de lo que es pasarla mal en la vida”, gritó. Y se fue.
Esa noche lloré mucho. Andrés me escuchó sin decir una sola palabra en contra de Laura. El lunes, mi jefa anunció que Juan era el nuevo coordinador. El martes, Laura me llamó. No entendía por qué tanto escándalo por una “metida de pata”. Terminó por cortar el teléfono. Fue la última vez que hablamos.
Testimonio recogido por Fernanda Guillot.
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