Esta es la historia de Agustina, quien antes de cumplir los 30 concretó un deseo muy postergado: una escapada en soledad. ¿Debut y despedida? Conocé su relato.
En una semana de viaje me lo preguntaron sólo dos veces. No sé si esperaba más. Algunos remiseros se quedaron con las ganas de indagar. “Pero, ¿trabajás acá?”, se animó uno al frenar frente al hotel.
La buena nueva era que sí, que estaba sola. Y que a pesar de que había marcado la opción de “1 pasajero” la plataforma de reservas había fallado. “Vas a tener una habitación súper grande y te va a costar un 25% menos”.
Wow. Todo podía salir bien. Al fin.
Habían pasado tres años desde que me di cuenta de que quería viajar sin compañia. Casualidad o causalidad, recién acababa de mudarme con mi pareja. Seguimos juntos. Este es mi tercer noviazgo; segunda convivencia. De lejos parezco Susanita y en realidad soy bastante Mafalda. Pero me cuesta ponerme en primer lugar. “Individualizarte”, dice mi analista.
Sí, fue hace poco más de tres años cuando ver por televisión los Juegos Olímpicos de Río 2016 me generó una sensación de impotencia sólo traducible en tres palabras: quería estar ahí. Si amo el deporte, ¿por qué no había aprovechado la oportunidad olímpica más cercana posible?
Las respuestas eran muchas: los exámenes, la mudanza, la inflación, la enfermedad de mi papá, el nacimiento de mi ahijado, la muerte de la abuela de mi novio. Todo razonable. ¿Y mi deseo? Nunca en primer lugar; siempre colgado de la cervicalgia.
La reacción de mi novio fue inocua. “Hacelo”. Sin más. Para mis amigas, incomprensible. “Vamos juntas”, repetían. Mis compañeras de trabajo (casadas con hijos) sentenciaban: “planazo”. ¿Mi suegra? Aún está convencida de que lo hice para usar una tanda de vacaciones que estaba por perder. No lo desmentí.
Igual pasaron tres años hasta que pude correr de enfrente esa lista que había bloqueado la aventura olímpica. La liberación que había implicado manifestar el deseo estaba por convertirse en un karma. Basta. Tenía que hacerlo.
Devaluaciones varias habían tachado del menú los destinos internacionales y cotizados para extranjeros. Aunque mi prima insistiera con links de supuestos paquetes en infinidad de cuotas para viajar en 14 meses a Mendoza o a Cozumel, no quería posponer más. Por ningún motivo.
Primera decisión: hacerlo, sin esperar más, aunque fuera a la medida de la crisis.
Empecé por separar una semana en el calendario, cualquiera, pero factible. Hablé con mi novio, con mi hermano (entre los dos nos ocupamos de mi papá), con mi jefe. La fecha ya estaba: justo un mes antes de mi cumpleaños número 30. Buen regalo. Faltaba el destino.
¿Cuáles eran mis imprescindibles? Mmmm. 1. Paisaje. 2. Descanso. 3. Pileta. Con esos tres filtros empecé a navegar las plataformas de turismo.
Primer desafío: elegir sola. ¡Aaahh! Que difícil para mí que hasta debato con mi compañera de escritorio cuál de los dos platos del buffet pido para el almuerzo laboral.
Opté por una semana en las sierras en un hotel con spa donde la vista me abrazara cada mañana. Todo con descuentos y puntos de la tarjeta de crédito. No le pifié. Pero lo supe después de toda la experiencia. Porque por unos instantes, mientras el conserje chequeaba mis datos de ingreso, me preocupé. No había calculado las distancias. La app de mapas indicaba que estaba a 4 km del supermercado más cercano y a 5 km del banco más próximo.
Primera tranquilidad: con ese descuento inesperado en el hotel iba a poder saldar los gastos en remises. En el balance final, tampoco hizo tanta falta. Porque caminar fue uno de los placeres descubiertos. Andar y andar, viendo cómo cambiaban los colores de las sierras por la mañana y al atardecer, silbando en medio de la naturaleza, fue parte de la travesía. Llegué a marcar 15 km en un solo día. Dato: voy a trabajar en colectivo y vivo a 12 cuadras de la oficina.
En la previa había fantaseado con un día de lluvia dedicado a escribir reflexiones. No fue necesario un ritual tan solemne. Pasar 7 días con una misma implica reconocerse permanentemente. Aunque no quieras.
Hubiera escrito que el hidromasaje puede ayudar para el autoplacer y que si está ventoso me puedo entretener pintando mandalas. Apuntaría que el miedo a vomitar se me va cuando compro medicamentos para estar lista en caso de que eso pase. Asumiría que puedo perder la tarjeta de débito, no enloquecer de la desesperación y encontrarla (si la olvidás adentro del cajero la guardan por 48 horas).
Anotaría que sólo necesito mis lentes de sol, mi bermudas y mis zapatillas estampadas para explorar la vida y que el primer asiento del micro puede ser muy lindo para ver el paisaje salvo que viajes un día con 30 grados a las 2 de la tarde. Que siempre tengo que llevar agua.
Explicaría que, a pesar de estar una semana a solas con mis sentimientos, aún no puedo esclarecer si deseo maternar o no. Que tampoco necesito obligarme a tomar una decisión. Y que, si finalmente tengo hijos, no quisiera que eso me impida vivir experiencias a solas como ésta. Que me gustaría ahorrar y repetir esto pronto: aunque sean sólo tres días frente al Paraná.
“¿Estás sola?”, me preguntaron por segunda vez durante la última noche los comensales con quienes compartí la mesa en una cata de vinos. Dije que sí y, tras algunas copas, me presenté.
¿Me incomodó? No. Me sirvió para resaltar un último aprendizaje. Lo que deseo, siempre tengo queintentarlo. Y sobre lo que no me interesa, siempre puedo decir con libertad “no, gracias”.