En primera persona: “Tengo miedo de no poder cambiar nunca de trabajo”

En primera persona: “Tengo miedo de no poder cambiar nunca de trabajo”

Desde muy chica, Eugenia consiguió lo que consideraba un empleo ideal. Muchos años después, analiza que esa supuesta estabilidad tal vez fue una trampa para estancarse. Le da tanto miedo el cambio como no encontrar más oportunidades. Testimonio.

07/12/2021 16:07

Escucho el símil podcast matinal de Julieta, mi amiga del alma. Tenemos horarios cruzados, así que es habitual que me mande largos audios cuando está libre. La oigo durante el almuerzo o sobre el final de mi jornada. Cuando empieza el atardecer, le respondo.

“Me siento aburrida”, dice. Mi reacción en diferido, mientras caliento dos empanadas, es mezcla de ansiedad y sorpresa. Le mandaría un sticker que diga: “KEEEE”. Ella continúa con un dilema filosófico sobre qué hacer con su carrera. Me descoloca. En el capítulo anterior, me había contado que se había sentido maltratada por su jefe ante una entrega, pero que después fue felicitada por el cliente. Y, en medio de eso, le habían escrito de la oficina de RR.HH. de la competencia para hacerle una propuesta. A ella, que en los últimos tres años cambió de trabajo unas… ¿cuatro veces?

Respiro hondo para refugiarme en el aceite esencial antiestrés. ¿Aburrida…? ¡¿De qué?! Su búsqueda constante, frente a mi rigidez tan difícil de aflojar, me agobia.

Trato de irme a otro canal y entro al chat que tengo con mis hermanos. “Ayer tuve otra entrevista, hablé con un hindú que estaba en Londres desde el subte, llegando tarde a la puerta del Jardín de Bauti. Pero creo que me fue bien. Es la octava propuesta laboral que tengo en 15 días”, relata Mariano, el varón y mayor. También me sofoca. Es ingeniero en Sistemas. Hace 17 años que entró en una súper multinacional de las que fueron marcas indiscutidas desde los ‘80 hasta ahora. Sin embargo, varias maestrías mediante, lleva la mitad de ese tiempo intentando decidirse por otro puesto sin lograrlo.

La diferencia es que él se expone permanentemente a esa búsqueda sin miedos ni vueltas. A mí me da pánico.

Cualquier opción me hace llorar: renunciar o quedarme. A veces me siento un bicho raro. Además de Julieta, la mayoría de mis amigas (oriundas de la escuela, el club, la facultad…), desde los veintipico a esta parte, han tenido distintos empleos. Incluso están las que se volvieron al pueblo, las que la pegaron con su emprendimiento y los amigos de mi novio: varios de ellos no solo cambiaron de trabajo, también de país y con familia a cuestas. Como paradoja, a todos les diseñé sus “hojas de vida”.

Tengo 34. Si pienso en mi próximo cumpleaños me nublo. Siento que “es demasiado”. Y después me preguntó: “¿Para qué?”. Quizás influya que en las búsquedas laborales más conservadoras aún persiste el requisito “hasta 35 años”. También que en dos oportunidades estuve embarazada, deseándolo, pero la gestación no prosperó. Todavía hay tiempo biológico, ya no sé si ganas. Me miro al espejo y veo la edad de un cargo senior con los papeles de una profesional junior. ¿Seguiré en la misma oficina hasta jubilarme? Me vuelvo a ahogar.

Soy diseñadora gráfica. Hace 12 años que soy parte de una editorial de libros. “Nuestra industria está ante el desafío de evitar la desaparición”, es la frase repetida por los gerentes en cada brindis de fin de año.

En ese contexto circular, el clima se volvió incierto y tóxico. No hay motivación. La empresa no está en riesgo. Es parte de un holding que supo expandirse en otros negocios millonarios. Tiene un nombre prestigioso. No despiden para evitar escarnio público. El personal solamente se va por un motivo: jubilación. En nuestra área, solo ponen plata para mostrarse una vez al año en el mejor stand de la Feria del Libro (que ojalá vuelva para tener siquiera ese incentivo). De invertir en innovación, ni hablar.

Cuando me contrataron, aún estaba en la universidad y era la oportunidad ideal: estabilidad y experiencia en un rubro muy tradicional, rodeada de gente con “oficio en la materia”. Los e-books eran algo que se veía en las películas. La única red social era MySpace y los celulares aún entraban en la palma de la mano. Yo era una novata. Tenía que seguir los pasos de quienes sabían por dónde ir. Varias de esas personas, que admiraba y me enseñaron, tomaron otro de camino. ¿A tiempo?

¿Y por qué me quedé? Primero, prioricé terminar mis estudios. Así podía salir al mercado laboral con el bendito diploma abajo del brazo. Lo que no sabía es algo que se repite en todos los grupos de bolsas de trabajo de FADU que sigo en Facebook (lo único para lo que sigo entrando). “La cartulina” (como le decía mi nono) y todos esos años de leer teorías no sirven si al mismo tiempo no te forjás de contactos.

Después, se enfermó mi hermana. Un cáncer de mama antes de los 40, con una beba de 18 meses. Me gradué el mismo año en que ella empezó con el tratamiento. Elegí acompañarla y que mis compañeras-amigas me cuiden como cuidadora cada mañana. Cuando lo peor pasó, se me habían esfumado varios años en que podría haber tomado otros rumbos.

Luego, con mi pareja pasamos al plan “nuestra casa”. Proyecto que, al depender de un crédito, también estaba atado a nuestros empleos… consolidados. Quería actualizarme, probar otros rubros, mejorar mi economía y credenciales. Pero la búsqueda laboral coincidió con la preaprobación de la hipoteca y un cambio de gobierno inminente. Tuve tres entrevistas. Dos de ellas en el Estado, de un color político saliente. No pude. Me dio miedo arriesgar el préstamo al perder la “antigüedad” y ante la posibilidad de quedarme sin ingresos un 10 de diciembre.

Pasaron seis años. Ni Julieta ni mis hermanos lo saben, pero en la crisis existencial que provocó la pandemia reactivé mi LinkedIn, actualicé mi CV y toqué el botón “postularme” unas cuantas veces a la semana. Fue el antídoto que encontré al llanto recurrente y a la sensación de asfixia en cada reunión semanal por Meets.

Transcurrieron 10 meses de “búsqueda activa” sin notificaciones. No debería sufrir por eso. Soy una privilegiada en un país con 40% de pobreza, en el que 300 mil personas perdieron su relación de dependencia en la cuarentena. Lo sé. Pero no puedo evitar las palpitaciones cuando leo titulares como: “Cuáles son los cinco trabajos que corren el riesgo de desaparecer”. Exhalo: no estoy en la lista. Igual la tecnología me acecha. Mi prima de 14 diseña todo para el comercio de mi tío en una app. Y no está nada mal.

Tampoco lo conté, pero tuve una entrevista. Lo que a otros les resulta algo más de su rutina, para mí fue el evento más movilizarte de los últimos años. Cualquiera diría que tengo que estar entusiasmada. Estoy angustiada. Una decisión así, ¿vale como un duelo?