Historia en primera persona: "Llorar me hace bien"

Historia en primera persona: "Llorar me hace bien"

Testimonio en primera persona

Belén cuenta cómo las lágrimas son su válvula de regulación. Si bien fue difícil crecer así, ahora lo acepta y hasta lo administrar. Igual, sabe que es un recurso costoso para sus emociones. Sin esconderlo, también busca alternativas. Testimonio.

19/04/2022 14:51

Lo que me dice mi vecina Nadia (de quien me hice muy amiga a partir de la pandemia), me sorprende. “Casi nunca tengo necesidad de llorar”, lanza en medio de nuestro habitual vermú de los jueves a la tarde en el balcón. “En este momento no recuerdo la última vez que me cayeron lágrimas, pero quizá me pasa solo una o dos veces al año”, agrega. No sé si admirarla o sentir pena por ella. Dudo si no tiene esa pulsión o si se la reprime. Y pienso que si es la segunda, tal vez le haga mal. En mi caso, es todo lo contrario. Al menos en esta etapa de mi vida.

Reconozco que no fue tan fácil asumir que era un recurso vital en lugar de un karma que me complicaba los diálogos. Que celebré con invitación de ronda de cervezas cuando logré plantearle a mi jefa que me merecía un ascenso, sin quebrarme. Es cierto, me había quedado seca en la previa. Pero eso había sido bueno para prepararme.

“Tranqui, no pasa nada. Solo estuve llorando un rato de mero cansancio”, le había dicho a Nadia después de abrirle la puerta y que me preguntara por las evidencias de congoja que había en mi cara. Así salió el tema. Quizá mañana ni recuerde qué fue lo que me detonó. Seguro estaba abrumada. Eso nomás. Y soltar la carga con lágrimas siempre me libera.

Es que en momentos de estrés o agotamiento (que desde 2020 a esta parte parecen un loop interminable), puedo descargar así hasta dos o tres veces por semana. Conste que saco de las estadísticas los días de síndrome premenstrual: en esas jornadas si no lloro, no respiro. A veces, como cuando tan solo no tengo más fuerzas, me sucede sin que lo pueda manejar.



En las primeras discusiones con mi novio intentaba explicarle y que lo ignorara para no ser más vulnerable que él y enfrentarlo a la par. “No te fijes en que estoy llorando, es fisiológico, no lo puedo parar pero no quiero hacerlo”, le decía furiosa conmigo misma.

Fui así desde la infancia. Mi hermana mayor se fastidiaba mucho cuando yo pataleaba con lágrimas por no entender la tarea de fracciones de 4° grado. Me frustraba. Madurez y terapia mediante, entendí que en aquella época era mi reacción ante lo que no podía controlar. Ahora creo que es mi recurso para calmarme, resetear, volver a pensar. Y a empezar.

¿Aprenderá a usarlo igual, con el tiempo, mi sobrino de 6 años, que hoy enloquece tanto a mi hermana mayor como lo hacía yo? Lo veo y es un espejo de mi infancia, llorando como una forma de crecer. Porque crecer duele.

Desde la niñez, también me acompañan las migrañas. Mi mamá tenía una teoría: que me dolía la cabeza… de tanto llorar. “Te deshidratás”, agregaba. Hoy sucede a la inversa: a veces exploto en llanto por la angustia que me provoca esa jaqueca que no hay analgésico ni aceite esencial que apague.

A los 19, decidí llamar por primera vez a una terapeuta recomendada por mí tía. Fue justo después de un diciembre en que no logré disfrutar ninguna fiesta y lloré mucho, mucho, mucho. “Sin saber por qué”, decía.

“El llanto tiene diferentes funciones según la situación y la persona. Puede ser la expresión de un desbordamiento emocional o una forma de transmitir un mensaje. Hay quienes lloran por tristeza, por dolor, por molestia, por enojo o por… felicidad. Y otras personas no lo hacen nunca”, me explicó en unas de las primeras sesiones.



Todavía era muy joven, entonces la posibilidad de que quisiera llamar la atención de mi familia era muy atractiva como explicación posible. Confundía el portarretrato en el que soy la menor de cuatro hijas de un matrimonio de adictos al trabajo. Pero la hipótesis se fue desarmando con el paso de los encuentros. También gracias a mi experiencia de vivir sola (y llorar sin que nadie se entere). ¡Uf, qué riesgo corría de inundar ese monoambiente antes de cada examen final de la universidad!

Después de una década de análisis, me río e imagino al marido de mi terapeuta. Sospecho que merienda en la cocina contigua al consultorio y que le sirvo de agenda. “Ah, ya son las 6 de la tarde del miércoles, porque vino la que llora”, debe pensar.

Es que de un tiempo a estar parte, decidí no ocultarlo. Si tengo ganas de llorar en el trabajo, ya no me encierro en el baño. Tampoco hago un culebrón. Pero pongo música en mis auriculares y lagrimeo en silencio frente al monitor o salgo a dar una vuelta a la manzana. “¿Qué te pasó?”, puede preguntar alguien. “Necesitaba descargar, en un rato estoy bien”, respondo.

Es cierto que desde que la pandemia cambió nuestras vidas se sorprenden menos. Muchos hasta me cuentan que ahora lloran más o les pasa algo parecido. En nuestras sociedades occidentales, a pesar de los grandes tiempos de deconstrucción que atravesamos, todavía el llanto está ligado a la fragilidad… de las mujeres. Aún tendemos a creer que mostrar emociones es un signo de debilidad.

“¿A cuántos hombres de nuestra generación viste llorar?”, le pregunto a Nadia. “¿Amigos pisando los 30? Ninguno. Solo a mi papá y a mi primo ante la muerte de mi abuela”, comenta. Me pasa parecido. Le cuento que sentí que iba a amar a mi novio para siempre una vez que los dos lloramos de emoción al terminar de tener sexo. Y que confirmé nuestro lazo cuando él quebró en llanto ante la chance de separarnos por no saber si queremos tener hijos. Pero en público…, tal cual, solamente en velorios.

Llego a un nuevo miércoles de terapia con la charla que tuve con Nadia en la mente. “Llorar con regularidad no es grave -vuelve a explicarme como cuando no tenía 20-. Siempre y cuando tengas la contención necesaria para detectar que no es un principio de depresión. Por otra parte, las personas que ocultan sus emociones tienen consecuencias psicológicas y físicas.”

“Entonces, ¿las lágrimas a mí me salvan?”, le pregunto. Se ríe. Nos tentamos. Y repite algo charlado muchas veces. “No tenés que culparte por llorar. Pero es una falacia creer que es necesario a toda costa exteriorizar tus emociones a través de las lágrimas. Lo importante es aprender a identificarlas. El llanto es un recurso. No es el único.”

Es cierto, me alivia y calma mi tensión. Pero también puede ser desgastante, para mí y para quienes conviven conmigo. Hay opciones más alegres. ¿Qué más me libera?… ¡Bailar!

Preparo el aperitivo con frutos secos para el atardecer de jueves con Nadia y me sonrío pensando en el challenge que le voy a proponer para el balcón. “Amiga, tuve un día malo. ¿Te animás a relajar imitando a Lali en la coreo de ‘Disciplina’?”



(Nota original publicada en la edición impresa ELLE N° 336 de abril 2022. Suscribite a la revista y recibila en tu casa)