Testimonio en primera persona: “Ya no extraño a mis amigas”

Testimonio en primera persona: “Ya no extraño a mis amigas”

Este es la historia de Manuela. El confinamiento del año pasado le confirmó que la relación con sus amistades íntimas había cambiado. Casi no comparte vida cotidiana ni se siente contenida. Aunque las adora, se pregunta: “¿nos podemos separar?”

09/02/2021 17:39

Tal vez mis amigas ya no me extrañen a mí. Es como el huevo y la gallina. Como en cualquier relación, todo sucede de a dos. O de a cuatro en este caso.

Me pregunté qué, cómo, por qué. Pensé mucho en decirles “tenemos que hablar”. Hasta que acepté que quizá es sólo otro nivel del videojuego de vínculos.

Porque “las chicas” dejaron de ser las primeras de mi agenda de emergencias. Tampoco son a quienes les cuento mi pequeño logro o fracasito diario. Es cierto que sí recurro a ellas por el flashback de una juventud cada vez más lejana. Pero ahora, ¿qué nos une?

“Las chicas” son Caro, Belén y Mica. Solía llamarlas así, a secas, como los invitados de honor en el nuevo show de David Letterman: porque no necesitan presentación. Son (¿o eran?) MIS AMIGAS con mayúsculas. Esas a quienes la vida les dio ese título, casi nobiliario. Y, como la monarquía, han ido perdiendo protagonismo.

Raro. Porque son parte de mi familia. A ellas mi mamá (con su cáncer a cuestas) les cocinó cuando aún adolecíamos. Como cuando Belén se quedó sin trabajo, no pudo pagar el alquiler y convivió con ella una temporada. Fueron las invitadas de la mesa 5 en el casamiento de mi hermana. Saben los nombres de mis cuatro sobrinos. Porque me acompañaron en cada uno de sus nacimientos.

Con Caro somos amigas desde 6to grado. Nos conocemos desde la forma de amanecer (ella alondra, yo búho), porque mientras fuimos a la escuela dormimos juntas una vez a la semana. Recordamos que ella odia la pimienta y yo, el vinagre; con qué famosos nos sacamos fotos a los 15, y por qué amores inocentes reímos y lloramos por primera vez. Fuimos, como se dice ahora, las esenciales.

Cuando terminamos el secundario las dos empezamos a estudiar Economía, como nuestra orientación escolar lo indicaba. Ella no pasó del CBC. Aprobó todas las materias. Pero su vida es como un juego en el que siempre cae en el casillero que dice “vuelva a la partida”.

En esos pasillos del primer año universitario, a los 18, conocimos a Belén. Y la adoptamos para siempre. Cuando Caro, a los 21, decidió irse a probar suerte a Ecuador, Belu saltó del banco de suplentes y se convirtió en mi sostén titular. Hicimos la carrera juntas hasta nuestra fiesta de graduación, con cotillón personalizado incluido.

Mica llegó a nuestra historia cuando todavía teníamos 19. Fue en una noche, en la que con un grupo de la facultad fuimos a un karaoke. Y ella vino por ser la prima de una compañera. Fue amor de amistad a primera vista. Encajó en un flechazo como la cuarta pieza de un cubo. Ella y Belén pegaron onda por ser oriundas del campo bonaerense. Complemento perfecto para la versión porteña-progre-clase-media-de-Caballito que éramos en aquel tiempo Caro y yo.

Nada en ese bar fue casualidad. Mica es cantante. Como grupo también hemos sido sus groupies. Todavía en la actualidad, sin falta, somos felices de girar por y con nuestra amiga y sus escenarios.

Nos unieron las noches y las rutas, tanto como los vaivenes vocacionales, los duelos de familia y los aprendizajes sobre el amor y el dolor.

Al menos hasta hace cuatro años. Pasados los 30 me sorprendí. No podía creer que era posible hacer (querer y elegir) nuevas amistades a esa altura de la vida. Sin darme cuenta rebauticé a las chicas como “las eternas”. ¿Como una marca de agua para aclarar que, pase lo que pase, van a estar siempre? ¿Y si no es así?

Es cierto: yo cambié. Entonces quizás la falta de reconocimiento y las dudas sean mutuas. Aunque creí que había sido un proceso interior mío, que no lo había puesto sobre la mesa compartida. Tal vez estoy negando la forma minuciosa en la que nos conocemos y que acabo de relatar.

 

Cambié porque justo antes de cumplir 31 me ofrecieron, inesperadamente, trabajo en una ONG. La causa: consumo responsable. La tarea: usar mi experiencia técnica y académica (menospreciada en la consultora donde trabajé 7 años) para articular con el activismo y armar estrategias para incidir en la agenda política.

Como canta Natalie Perez, “no estaba buscando nada ya” pero “flasheé en colores”. Acepté. Y descubrí, en medio de la agonía de mi mamá, otra versión mía: una pasión y una voz que tenía silenciada.
Llegaron nuevas y muchas personas a mi vida. Sigue pasando, a diario. Porque el compromiso convoca, invita, contagia, conmueve, emociona. Enlaza. Une.

Además de “las chicas eternas”, ahora en mi mundo hay integrantes de nombre y orígenes tan diversos que mi novio se rindió. No pregunta más “¿quién?”.

El problema es que después de un par de años en este nuevo mood percibí que Caro, Belén y Mica en lugar de aceptar (o acompañar, como he sido copada con cada una de sus amigas de turno), rechazan la idea. Destratan mis nuevos afectos y proyectos, casi tanto como no se valoraba mi profesión en mi antiguo trabajo.

Ante cada mención, ponen cara de desinterés y cambian enseguida de tema. Casi siempre, para volver al pasado. Nuestros encuentros consisten en una rockola de anécdotas con al menos una década de añejado. ¿Será que no tenemos nada nuevo para sumar a la foto compartida?

En la ONG me tocó hacer equipo de gestión con Diego, Nico y Sofi. Nuestro promedio de edad es un misterio y si uniéramos el CV de los cuatro sería inclasificable. Pero el cubo volvió a ser mágico como aquella noche en el karaoke.

Cada foto que nos sacamos, por la cantidad de corazones que recibe, podría ser el arte de un grupo indie de rock&pop. El detalle es que esta banda vino al velorio de mi mamá pero nunca la conoció. Y a mis sobrinos con suerte los han visto en algún video de TikTok.

Sin embargo, en el grupo de “les chiques” no se saluda: porque estamos siempre en contacto. Ahí mando la foto del pesto que hice por primera vez y cuento lo caro que resultó el presupuesto para pintar mi balcón. Conocen todos mis dilemas profesionales. Y, aunque vieron a mi novio sólo tres veces en cuatro años, me animo a compartirles parte de mi terapia para despejar dudas sobre la maternidad. Asunto que, casualidad o no, con “las chicas” ya no lo hablamos.

La cuarentena del 2020 confirmó todo. Yo extrañé mucho y sufrí el aislamiento social. Pero pasé semanas y semanas sin hablar con “las eternas”. Ese grupo de chat fue el menos activo y más archivado. En 6 meses sólo nos vimos en Zoom por dos cumpleaños.

Apenas se pudo, armé una reunión en la plaza con “les chiques”. Nos abrazamos igual, reímos y lloramos.
Para Navidad con “las eternas” nos juntamos en la terraza de Mica. Bebimos y bailamos. No hubo abrazos. Después de medianoche, me fui a un rincón y videollamé a Diego, Nico y Sofi, que estaban juntos. Dije, sentí y entendí: “Quisiera estar ahí”.